Segundo puesto | Categoría adultos
– Son diez dólares –me dice, con un tono áspero, la mujer de cara robusta que atiende la ventanilla de la terminal de transporte. Tengo un billete de veinte, dos de diez y uno de cinco. Me siento confundido. Vuelvo a contarlos mientras ella, impaciente, choca las uñas contra el escritorio imitando los pasos de un animal. Sonrío. Me recuerda una mula. No a cualquier mula. A una mula que dejamos de escuchar hace tiempo. Una mula de tres patas. En mi pueblo había muchos diablos, desde los más comunes como La Patasola, La Madremonte y El Sombrerón, hasta los más autóctonos como La Candileja y el Enruanado de Puente Pizano. Todos ellos disfrutaban salir a pasear en las noches, excepto la Petaca Voladora pues esa prefería el día. Se divertían asustando a los borrachos, principalmente, pero también asustaban a los niños insomnes, a las amas de casa que fisgoneaban hasta altas horas de la noche por las ventanas y a jornaleros que no necesitaban alarma pero confundían las cinco con las tres de la madrugada. Los diablos eran parte de nuestra cotidianidad. Vivíamos tranquilamente con ellos. De pronto, llegaron gentes nuevas, gentes que hablaban distinto –como piscos, decía mi abuela–, gentes que nos trajeron la promesa del progreso. Empezaron llegando tímidamente y en pocos días ya no eran cientos sino miles. Muchos estaban de paso, pero muchos otros decidieron quedarse, trajeron dólares y compraron tierras. Los campesinos, fascinados, les vendieron todo. En poco tiempo, las fincas se convirtieron en haciendas recreativas, las casas en hostales y las cantinas en cafés. Se abrieron nuevos puestos de trabajo pero reinó la informalidad. En un abrir y cerrar de ojos, todo se volvió más costoso. En ese nuevo fluir de prosperidad, dejamos de prestar atención a los diablos, los ignoramos, y ellos se fueron. – Joven, diez dólares son cuarenta y cinco mil pesos. ¡Ahí los tiene! –me dice ya irritada la taquillera. Su voz me extrae del ensimismamiento. – Lo siento, aún no me adapto a la conversión –le respondo entregándole el dinero. – ¡Se está durmiendo! ¿Y esa maleta tan grande? –me pregunta ofreciéndome el tiquete– ¿Acaso no piensa volver? Minutos después me acomodo en el asiento del bus, doy un último vistazo por la ventanilla a la imponente basílica de piedra y le digo adiós con la mano. Hoy me voy del pueblo, igual que los diablos, igual que los demás pueblerinos que no lograron adaptarse a las nuevas dinámicas. Voy a buscar un lugar donde empezar de cero, un lugar donde no gaste en dólares lo que gano en pesos. Hoy me voy, como hace unos días lo hizo La Llorona. ¡Pobrecita! Es que ya no hay borrachos trasnochadores, ni niños insomnes, ni amas de casa fisgonas, ni jornaleros madrugadores que se asusten fácilmente con sus lamentos. ¡Qué pesar! Nadie le dijo a los diablos que solo necesitaban aprender a hablar inglés. A nosotros, a los mortales, sí nos lo dijeron, pero no bastó con eso.
Marco Fidel Suárez Bedoya
Rionegro, Oriente
Ilustración: Juliana Quitian @rosaem__


