Ocho horas

Segundo puesto | Categoría juvenil

El día que mataron a su hijo, doña Olga se levantó más temprano de lo usual. Le prendió el velón que siempre le prende a su imagen de María Auxiliadora y se puso a hacer destinos. La India amanecía como cualquier otro día, calurosa, con uno que otro vecino encendiendo la radio en volumen alto, y con algunos niños, ya despiertos, correteando por la loma. Doña Olga no tenía un pensamiento concreto en su mente. Fue cuando escuchó en la radio el “desde noviembre se siente que viene diciembre”, que recordó, con una sensación ya escasa en su ser, que el año se estaba muriendo. Otro año más otro año menos, se dijo para sí misma. Estaba calentando la arepa cuando una imagen mental parecía atacarla. Olga tuvo que sentarse. Sintió la absoluta soledad de la vida. El esposo que se fue, los hijos que se fueron, ella que se queda con ella misma y con la virgencita. Perdió el apetito y permaneció allí, sentada en una vieja silla de plástico con un brazo apoyado en una vieja mesa de madera, tocándose sutilmente la frente y mirando hacia la nada del suelo. Fue entonces cuando sonó el celular. No recordaba dónde lo había dejado. Suene y suene ese aparato y Olga más desesperada que nunca tratando de encontrarlo. Lo halló debajo de la almohada, y mientras iba contestando, se preguntó qué diablos hacía el teléfono ahí. — A la orden. Sí, con ella. Sí, dígame. Bendito sea Dios, ¿y dónde está? Ya voy. ¿Qué estaba haciendo su hijo menor en Guapa León? Se preguntó Olga sentada en la parte trasera de una motocicleta que trataba de ir a toda velocidad. Ya para qué, se decía, ya la muerte está hecha. Llegó. El cuerpo estaba cubierto por una sábana blanca. Le informaron que la ambulancia tardaría en llegar. A las tres horas, Olga, en medio de la soledad de la vida y de la tarde, pronunció: — Hijo mío. Ya no eres un ladrón ni un vicioso, ni nada de esas cosas. Ya lo que pasó ha pasado. Perdóneme mi amor, pero es que a una no le enseñaron a ser mamá y trabajamos todo el día para el bocado de comida y los descuidamos a ustedes. Yo amor sí tuve, pero me faltó demostrárselo. Es que una viene de un hogar donde el cariño no se apareció. El cariño para una fueron rejazos , órdenes y más órdenes. El cariño como que no llega al campo y se queda por allá en la ciudad, ¿se acuerda cuando le conté que mi primer regalo de cumpleaños fue un azadón para ayudarle a su abuelo? Que porque buscaban el hijo hombre, pero como no llegó nos tocó a nosotras, a sus tías y a mí. Pero bueno, hijo mío. Perdóneme. Descanse, mi amor y perdóneme, ¿oye? A las ocho horas por fin llegó el carro a recoger el cuerpo. La excusa fue que había derrumbes en el camino.

Carol Parra Hernandez, 15 años
Chigorodó, Urabá

Ilustración: Carolina Bernal Camargo @carolitabernal