El pintor de vereda

Ganador Adulto

Esta mañana vinieron a mi casa dos periodistas. Me preguntaron por mi familia, por el tema que elijo en mis cuadros, por el premio recibido. Dije que tenía una cita para que se fueran pronto. Uno de ellos insistió en que mis pinturas de animales atrapaban el alma de la naturaleza. No supe qué decirle. Aunque sus preguntas me hicieron recordar mi escuelita en la vereda. Mi hermana y yo caminábamos una hora para encontrarnos con la profe. Éramos diecisiete niños. Durante el camino veíamos las huellas del tigre. La profe nos insistía en que fuéramos de la mano para que pareciéramos más grandes. Atravesábamos el puente, algunas veces nos quedábamos mirando las babillas. Las contábamos y les veíamos las crías. Una parecida a esas, me contaba mi hermana, fue la que se comió al tío Alfonso. La profe, los viernes, hacía galletas de limón que repartía mientras leía cuentos. Le gustaba llevar turbantes de colores en la cabeza. Uno de nosotros se quedaba vigilando por las ventanas. El salón de clase era un rancho en tierra con mapamundis, un estante de libros y una pizarra. Eran cuatro ventanas, con mosquiteros, que cerraban desde adentro. Una puerta principal. El techo en palma de tagua, sin entradas para evitar serpientes. Allí nos sentíamos en un refugio. Entonces 54 cuando el guardia anunciaba: «ya viene», corríamos a cerrar las ventanas y nos juntábamos en el centro. El corazón nos palpitaba a mil. La profe tomaba un palo en su mano y nos pedía silencio con su dedo índice. «Está de ronda —decía—, en un rato se va». Y esperábamos. La tercera vez que vino a visitarnos, me asomé por una hendija. Estaba debajo del ciruelo, tendido mientras se lamía las rosetas amarillas y anaranjadas. Bostezó, y pude verle los colmillos. Entonces miró hacia mi hendija. Se me congeló todo el cuerpo. Pensé que iba a tirarse contra la escuelita, pero solo volvió a su baño y siguió acicalándose. La siguiente vez que el jaguar vino a tomar la sombra en el ciruelo, la profe me miró muy seria, pero no pude resistir y lo observé de nuevo: sus manchas parecían dibujitos de rostros, como si llevara muchos seres vivos adentro. Sus patas gruesas y elegantes. Él sabía que estábamos allí, que yo lo miraba. La profe me tomó de la mano. Volvió tres veces más, daba una ronda por la escuela, dejaba sus inmensas huellas por la tierra y se lamía debajo del ciruelo viejo. Yo comencé a dibujarlo desde entonces. Por esos días suspendimos las clases. No sé por qué cambiamos la ruta hacia nuestra casita. Mi hermana, mientras señalaba a un aullador, pisó entre la hojarasca la cola de una mapaná que, asustada, descargó los colmillos en su pierna. Alcanzamos a regresar a la escuelita donde la profe no pudo hacer nada con sus rezos y hierbas. He comenzado a pintar a mi profesora; los dos, de la mano, mirando al jaguar debajo del ciruelo con mi hermana a mis espaldas.

Óscar Darío Ruiz Henao, 54 años
Apartadó , Urabá